Miedos

Se lo pude haber dicho antes de que nada pasara, pero esperé a que pasara para hacerlo. No quiero que esto vuelva a ocurrir -le dije-, me gusta, lo paso bien, pero no quiero que se repita nunca más. A la vuelta, con la cabeza colgada de un cielo nublado, mis fábulas ondeaban al viento de un campo solitario y desde la hierba la penumbra de mis pensamientos proyectaba extrañas sombras; los perros salieron a mi encuentro, ladrando, amenazadores plantándose ante mí en el camino. Recordé lo que había que hacer, pararme, mirarlos a cara de perro sin apartar de los suyos mis ojos rojos, dejar incluso que se acercaran a olfatearme sin asustarme de mis miedos, porque los huelen, porque mis miedos se alimentan de mí.

Con sus ásperos hocicos me olisquearon las zapatillas, los huevos, las manos... y la pastosa y fría saliva de uno de ellos me despertó. El cenicero seguía en mi pecho sobre las leyendas de Bécquer y recordé a mi hermano mayor que, siendo yo un niño, se escondía en el balcón de mi cuarto a oscuras para leerme en un susurro El Monte de las Ánimas.

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