Atardece

Carmen Luengo cerró la puerta tras de sí, atravesó el inmenso vestíbulo para detenerse por un momento frente a la chimenea encendida y extendió las manos para calentárselas, sujetando la carpeta bajo uno de sus brazos. Había calefacción, sin embargo, sentía frío en los huesos. Estaba sorprendida tanto por el episodio de su niñez que acababa de escuchar como por la aparente frialdad del narrador. Este hombre —dedujo— ha tenido que sufrir mucho. Se asomó por uno de los ventanales pero no vio nada más allá de los primeros setos del jardín, apenas iluminados por las farolas. Una espesa niebla rodeaba la casa que parecía atrapada  entre  muros de gelatina blanca, húmeda y viscosa;  la atmósfera en su interior era  pesada y de veloz anochecida. Las cinco campanadas del reloj de pared rompieron su ensimismamiento y su impresión de que era tarde.

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