El cacheo

Que la higiene personal es muy importante no cabe duda, pero hay veces que ir hecho un guarro por la vida tiene sus ventajas. Lo comprobé hace muchos, no, muchísimos años, en un viaje de la tuna. Pasábamos la frontera entre Holanda y Francia en una Ford Transit, éramos unos ocho de veintipocos y habíamos pasado unos días con desigual suerte en el parche, lo que hizo que la categoría del hospedaje fuera deteriorándose desde hotel con alguna estrella al albergue con las que se veían desde la habitación-pecera del patio. La gendarmería francesa sospechó, tal vez por nuestra ruta y aspecto, que quizá lleváramos droga, nos dieron el alto, nos pasaron a unas dependencias, y nos fueron llamando uno a uno. Cuando me llegó el turno un gendarme a voces que se vio obligado a traducir a gestos me pidió que me desnudara, registró cuidadosamente mi camiseta, mis pantalones, luego me quité los calzoncillos y les dio la vuelta palpando el elástico con gesto evidente y más que razonable de desagrado. Mi acojone aumentó cuando, utilizando uno de sus dedos primero y colocándose la mano en la entrepierna después, con mímica fácilmente imaginable pero de dudosa interpretación me indicó que bajara la piel de mi prepucio y que mostrara la parte trasera del escroto, lo que entendí tras varios gritos. Por último, mientras se enguantaba sus manos en látex, me pidió que me quitara las zapatillas y los calcetines y al tiempo que se liberó el olor de mis pies desnudos, se quitó los guantes y, vociferante, me echó del cuartucho, liberándome del resto de la exploración. No sé si otro más cuidadoso hubiera corrido igual suerte.

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