La vieja usufructuaria, incluso en el lecho de muerte, repasaba mentalmente sus rentas y arrendamientos, se ocupaba, en la agonía, de ordenar apagar las luces de la casa, aunque las visitas no vieran más allá de su narices, por no gastar. Amenazaba a sus deudos con llegar hasta el Supremo si alguno, mientras estaba postrada, tenía la ocurrencia de intervenir en la hacienda que producía los frutos que eran su derecho. La vieja usufructuaria murió como había vivido, austera o miserable, según se mire.

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