Mi tío Pepe, era un ser extraño, fiel a sus rarezas y viejo médico socarrón que sobrevivió los dos primeros años de postguerra a base de aliviar eficazmente y no curar eficientemente la gonorrea de un coronel de los vencedores, consciente de que si dejaba de serle útil, le esperaban el presidio o el paredón.
Comencé a conocerle de verdad cuando, sin que lo supiéramos, le quedaba poco de vida. Contaban que cierto día salió de su consulta a pedir silencio a las marujas que esperaban su turno sin parar de cotillear en voz alta, diciéndoles,"por favor, se quieren callar, entre ustedes puede haber algún enfermo".
Otro día, charlando sobre curanderos y santones nos espetó una gran verdad, "en este mundo se sabe muy poco de medicina, pero lo poco que se sabe, lo saben los médicos".
Era un hombre aparentemente frío en afectos, pero pese a su indiferencia y desapego, lloró de verdad el día en que la Muerte llamó a nuestra casa y decidió instalarse en ella durante unos terribles años, llevándose a su cuñada, mi abuela. Sé que, a su modo, nos quería. Le encantaba hablar con nosotros de sus tiempos universitarios en el Madrid de principios de siglo y, pese a su edad, todavía se le iluminaban los ojos cuando salían bailarinas escasas de ropa en televisión, de las que decía que estaban sanísimas. Creo que el poco tiempo que vivió en nuestra casa fue feliz, se marchó sin decir adiós mientras comía una croqueta y hablaba con mi padre, sin un lamento.

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