Antes estaba siempre pendiente de lo que los demás pudieran pensar de mí. Cuando jugábamos al balón —nunca he sido muy ágil—, me preocupaban los comentarios de los otros chavales: “pero qué manta es el cabrón”, “anda qué no es malo”... Me aturdían, me esforzaba y resultaba aún más torpe. Lo del fútbol tenía su importancia —no pienses que no—. Ahora es diferente, las cosas han cambiado, pero entonces, siempre estaba el típico graciosete que cambiaba el “cabrón” por “maricón” y el "anda que no es malo" por "nenaza". Esa era la importancia que tenía. No se podía ser macho —un macho entero—, si no se sabía jugar y por eso lo odiaba. Ahora me es indiferente. Los demás deportes tampoco se me han dado bien, ninguno, pero no los odiaba, porque jugar bien al baloncesto, al tenis o al hockey hierba no hubiera hecho de mí un macho. Sólo el fútbol importaba.
Abandoné los partidillos para no quedar más en entredicho, empero, para más "inri", mi renuncia al “deporte rey” les dejó claro y patente una cosa: era maricón.
Me aparté de ellos —de los chicos— y me junté con las chicas. Ganándome su confianza, me ligue a las que pude, sin rivales. Con ellos fuera de juego, ocupados con sus faltas, tarjetas y goles, la ventaja fue durante mucho tiempo mía. Creo que aún conservo para ellas algún tanto a mi favor.
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