Acoso


Las escuelas de S. Antón no eran un colegio sino una sucesión de aulas, cada una en un pequeño edificio adosado al siguiente, sin comunicación alguna entre ellas, con su propia entrada independiente. En la parte trasera, como un islote en el prado, una explanada de tierra servía de patio de recreo y pista polideportiva en la que el barrigudo profesor de gimnasia, a las diez en punto,  ordenaba con voz castrense:

    ¡Alinearse, ya!
— ¡A cubrirse, ya! — los brazos derechos se colocaban en paralelo al suelo tocando con la punta de los dedos el hombro del compañero. Ese era el momento que Willy  —a cuyo lado me correspondía estar conforme al orden por alturas establecido en las filas—, aprovechaba para, en el descuido del maestro, volver la cabeza  y mirarme haciendo el procaz gesto de pasear su lengua húmeda por los labios clavándome los dedos en el hombro.

    ¡Media vuelta, ya! — gritaba tras varias series de ejercicios aeróbicos.
— ¡Marchen! Izquierda, izquierda, izquierda derecha izquierda, “paaaso” —y una treintena de pies derechos golpeaban el suelo al tiempo levantando una nube de polvo.

Tras quince minutos de esta guisa llegaba el peor momento: ¡A correr!, y la filas se rompían para hacerse un círculo que giraba seis veces sobre la explanada hasta completar lo que según medición del docente era un kilómetro. Willy se mantenía detrás  y aprovechaba cualquier momento para introducirme una mano entre los muslos.

— ¡A sus puestos, ya! —vociferaba cuando el último de los chicos alcanzaba su posición, indicadora de la línea de meta—. Piernas separadas, brazos en cruz, arriba, inspirad, abajo, soplad, arriba, inspirad, abajo y soplad, musitaba sin quitar ojo de su reloj de pulsera para, a las once en punto, mandar: ¡Rompan filas! Entonces comenzaba el recreo y, en la algarabía, Willy me corría por el prado vecino hasta que, exhausto, me daba alcance, me tiraba al suelo y se colocaba sobre mí, restregándose y murmurando: “chata, que por ti me hice pirata, ni por el oro ni por la plata sino por lo que tienes entre las patas” —siempre era la misma cantinela—, y se reía y me sujetaba los brazos por las muñecas sobre la cabeza mientras incrementaba los roces de pubis hasta que se cansaba y me dejaba. Entonces, con la cara encendida y la ropa descolocada, me reincorporaba al recreo. Las primeras veces —admitió— su aliento sobre la boca me causó repugnancia, casi hasta el vómito, y luchaba por desasirme del acosador, después... —interrumpió la narración para escoger las palabras que iba a pronunciar—, después hallé cierta complacencia en la humillación.

No hay comentarios: