Reflexiones en el ginecólogo III


El ginecólogo, que atiende una interminable llamada telefónica, es un tipo atractivo. Sentada sobre la camilla se acordó de su madre: estaría encantada de tener un yerno médico. Lo que mi madre no sabe —se dijo— es lo difícil que es a estas alturas de mi vida encontrar un tío con el que formar una familia. El que no está casado, está divorciado y tiene hijos, y el que no es homosexual. Los pocos solteros que quedan en el mercado fijo que tienen taras. Clasificaba a los hombres de su edad en dos grupos: Los “casual” o piterpanes, como les llamaban sus compañeras de trabajo, con vaqueros modernos, zapatillas deportivas y sudaderas, y los trajeados, que se quitan la corbata a la hora de acostarse y los viernes, como concesión al fin de semana, cambian la americana por el jersey gris y los pantalones de pinzas. Al primer grupo pertenecían los “currelas”, los periodistas de a pie y la gente de la tele, los informáticos, los de diseño gráfico y, por supuesto, los eternos becarios de las universidades. Al de los trajeados, los abogados, los jueces y fiscales, los empleados de banca y compañías de seguros, los economistas de las multinacionales y los auditores. Todos tienen algo en común el pelo, rapado al uno para disimular la calvicie o despeinado y de punta en aparente y estudiado despeinado marcado con espuma o fijador. Quizá por eso me ponen los uniformes —ironizó—; su último amante era bombero. A los que no acababa de encasillar es a los médicos. Ahí los hay de todo pelaje —concluyó—.

Vamos a ver, túmbese, así, abra las piernas... —le indica el doctor y ella obedece sin poder evitar que sus muslos comiencen a temblar.

— ¡Pero bueno, Carmen!, que no es novata en esto, relaja, así, relaja... —otra vez que me llaman vieja, pensó irritada.

El médico tiene una especie de consolador de aluminio en la mano al que la enfermera coloca un extraño preservativo. Entonces, instintivamente, piensa en el falo del bombero y sus piernas dejan de moverse y se abren más sin que ella les haya dado orden alguna.

— Incorpórese —le indica ahora.

— ¿Todo bien?

— Ahora le digo. Vamos a examinar los pechos —comienza a palpárselos en movimientos que nada tienen que ver con caricias sensuales. Tiene las manos enguantadas y frías— Ya está, ya puede vestirse.

Salió de detrás de la mampara anudándose el pañuelo del cuello y se sentó en uno de los confidentes que había junto al escritorio.

— Está todo en orden, salvo un pequeño problemilla.

— Pues usted dirá — dijo Carmen con cara de contrariedad.

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