En la sala trece



Es la sala trece. No podía ser otra, no: la trece. Como el día en que te conocí —trece de octubre—. Veo a mi madre muerta y no siento nada salvo un frío intenso, estoy helado. La gente que va entrando, sin embargo, se despoja de los abrigos. La mayoría de ellos congelan un gesto circunspecto y, en cuanto se dan la vuelta, aparece el rictus que deja paso a la sonrisa y a las conversaciones banales.

— ¿Vas este fin de semana al pueblo?
— No sé, es que los niños tienen cumpleaños, pero me gustaría.
— Les vi el otro día, ¡qué mayores están!

En otro de los corrillos se habla de política sin alzar la voz. Las charlas son arrullo interrumpido por alguna risa inapropiada y el llanto incesante de mi hermana, disonantes. Estoy expuesto pero nadie me mira directamente salvo las viejas y tú, que hace tiempo que no conoces mi cuerpo. Los demás me dedican una ojeada oblicua, fugaz, o se colocan directamente de espaldas a mí para saludar a Toña, que quiere taparme. No le dejan. Escapo de la sala a través del ancho corredor iluminado por un enorme tragaluz. Salgo a la calle, me asomo a la M-30 y vuelo, desde el alminar de la mezquita, a la iglesia de mi pueblo a la que entro desde la torre. Es trece de febrero, trece. Estoy con mi hermano organizando las cosas para el funeral del día siguiente, hablando con el sacristán —panzudo y con voz de vicetiple—, que entona el “aleluya” y me despierta.


Me levanto con dolor de huesos, empapado de sudor y mareado. Tambaleándome, voy hasta el baño y me miro en el espejo. Aparte de las ojeras, de la mala cara, ningún cambio. Ya no crezco cuando tengo fiebre.

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