(A Almudena Grandes, por su corazón helado)
Las últimas palabras que recuerdo, antes de que mi voluntad se dejara vencer por el caer de párpados que la bombardeó hasta derrotar mi intención de seguir leyendo, me hicieron soñar con el corazón helado.
Vuelvo de un exilio de pensamientos lejanos, rechazados, relegados, que arañan, y los reencuentro siendo niño, en conversaciones, murmullo de siesta, apagadas por el himno que hace ondear la bandera bajo la foto superpuesta de un general que pone cierre a la emisión de tarde. Carmen, —la tata de mi madre, su niña—, nuestra Carmen, mal hablada, rezonga ante esa imagen anécdotas de mi abuelo, hasta que la hacen callar.
— Carmen, que no me llames don Felipe —me decía tu abuelo.
— ¿Cómo que no? Usted será todo lo rojo que quiera pero es un señorito. ¿Cómo no le voy a tratar de usted siendo médico?
Como el otro, el de tu padre —me decía—, que había estado por toda Europa y hablaba cuatro o cinco idiomas. Ellos eran buena gente, sólo querían que esto cambiara.... de lo de tu abuelo Felipe la culpa la tuvo la puta de la ... ¡Carmen!—interrumpía mi abuela—. Me acuerdo —seguía— que a veces se reunían en casa, y cuando terminaban se despedía: "salud camaradas, hasta mañana si Dios quiere" y le soltaban los otros, "¡Felipe, coño, que no metas a Dios en esto!”.
— Yo no sé leer ni escribir, niño, pero estuve en el colegio — se reía.
— ¿Entonces no aprendiste nada?
— Sí, a rezar y cantar el caralsol. Nos sacaban a todas las presas al patio y con la cabeza rapada, se te congelaban hasta las ideas.
Y en mi sueño viajo con mi padre en un citroen GS beige por una carretera de la Siberia extremeña. De repente reduce la velocidad y masculla: "aquí debió ser, por aquí debe estar..."— lo dice emocionado, pero sin una lágrima, porque para ellos no hubo pésames, ni luto, eso quedó para los otros—. ¡Ay del vencido! —susurra—, y el llanto empaña por ellos mis ojos y me veo en pie, solo, encañonado. No recuerdo si grité un ¡viva la República! o se me relajaron los esfínteres ante la tapia a la que alguna vez mi abuela llevó flores, o junto al ignoto cerro sobre el que, al llegar la primavera, crecerán silvestres... ¡qué más da!.
Lo que sí sé ahora es que "nosotros somos lo que somos, y tenemos que estar con los nuestros", que el sueño me dejó con el corazón helado para un despertar cubierto de secreciones de seda, porque aquí, en España, lo peor son sus historias, que acaban estropeándolo todo, porque los armarios de las casas guardan telarañas que aún brillan cuando les da luz, entre los viejos papeles y los trajes de los abuelos, que a nadie sientan bien. Quizá nuestros hijos los vean algún día como lo que son, ropa vieja o piezas de museo.
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