La junta
Entré en la oficina y pensé que me he equivocado de sitio, que me había metido por error en el plató de Cuéntame. Un viejo recepcionista me invitó a pasar a una sala de juntas; alrededor de una inmensa mesa de vinilo rojo, observados desde las paredes por familias en bañador sesentero y alguna sueca tumbada en la hamaca de una playa sin apenas construcciones, se sentaban en sillones-huevo una docena de ancianos de dedos sarmentosos acompañados por un par de maduros herederos uvabronceados. El hilo musical, con su daba daba dabadá, acompañaba la lectua de la memoria y el balance, hasta que el crujido de los asientos al llegar a la cuenta de pérdidas y ganacias lo hizo inaudible. Los doce se frotaban las huesudas manos al escuchar el tintineo de los frutos de su larga espera bajo la atenta mirada de los herederos, que contemplaban a los longevos socios con la desesperanza de la inactividad perpétua.
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